Esas hojas caídas by Aldous Huxley

Esas hojas caídas by Aldous Huxley

autor:Aldous Huxley [Huxley, Aldous]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Sátira
editor: ePubLibre
publicado: 1925-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO II

NOSOTROS dos —dijo Cardan cierta tarde, unas dos semanas después de llegar Chelifer— parece como si quedáramos al margen de todo ello.

—¿Al margen? ¿Al margen de qué? —preguntó Falx.

—Al margen del amor.

Se asomó a la balaustrada. En la terraza inmediata, Chelifer y la señora Aldwinkle paseaban lentamente. En la terraza siguiente paseaban disminuidos y escorzados por la distancia, Calamy y Mary Thriplow.

—Y los otros dos —dijo Cardan, como terminando la enumeración que él y su acompañante habían llevado a cabo de manera puramente visual—, su joven discípulo y la sobrinita, se han ido de paseo al monte. ¿Puedo preguntarle por qué prescinden de nosotros?

—Si quiere que le diga la verdad —repuso Falx, inclinando la cabeza—, no me gusta demasiado la atmósfera de esta casa. La señora Aldwinkle es, naturalmente, una mujer excelente en muchos aspectos. Pero… —vaciló.

—Sí; pero…, —asintió Cardan—. Comprendo.

—Me alegraré cuando haya conseguido llevarme a Hovenden de aquí.

—Me sorprenderá que se lo lleve usted a él solo.

Falx prosiguió, sacudiendo la cabeza:

—Existe aquí una cierta relajación moral, una cierta indulgencia… Confieso que no me agrada esta manera de vivir. Quizá sean prejuicios, pero no me gusta.

—Cada uno tiene su vicio favorito —dijo Cardan—. Olvida usted, señor Falx, que a nosotros probablemente no nos gustaría su manera de vivir.

—Protesto —dijo Falx con calor—. ¿Es posible comparar mi manera de vivir con la de esta casa? Yo trabajo incesantemente por una causa noble; me dedico al bien público…

—Sin embargo, dicen que no hay nada más embriagador que hablar a una multitud y moverla en la dirección que uno desea. Dicen también que los aplausos producen una delicia profunda. Y gentes que han saboreado ambos me dicen que los placeres de gobernar son muy preferibles, aunque no sea más que porque son bastante más durada ros, a los que pueden derivarse del amor y del vino. No, no, señor Falx. Si quisiéramos juzgar nos encontraríamos tan justificados en condenar su relajación y su vida de placer como usted al desaprobar la nuestra. Yo siempre he observado que las más adustas y feroces denuncias de la obscenidad literaria se encuentran en los periódicos cuyos directores son notorios dipsomaníacos. Y los políticos y reformadores más vanos son los que denuncian más fieramente la corrupción de la época. Uno de los más grandes triunfos del siglo diecinueve fue limitar el significado de la palabra inmoral de tal manera que únicamente quienes beben demasiado o aman con excesiva copiosidad son ya inmorales. Todos los que cometen el resto de los pecados capitales pueden mirar desde las alturas, y con escandalizada indignación, a los lascivos y a los glotones. Esta exaltación de dos pecados capitales me parece notoriamente injusta. En nombre de todos los rijosos y bebedores, protesto solemnemente contra esta distinción arbitraria que nos perjudica. Créame, señor Falx, no merecemos que se nos condene más duramente que a los demás. Y le aseguro que si me comparo con algunos de sus amigos políticos, realmente encuentro sobrados motivos para juzgarme un pobrecillo bonachón.

—Aun así —replicó Falx,



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